miércoles, 5 de marzo de 2008

Verano Traidor( III parte)


Diego me miró con una gran cólera, hasta que se aproximo Milagros, y cuando habló su voz sonó muy dura:

-¿En que momento te hicieron esas marcas en el cuello?-

No sabía como responder acerca de las marcas, justo cuando me disponía a excusarme de manera poco creíble, Milagros dijo con una gran seguridad que me dejo desconcertado:

-Así que siempre fuiste a la casa de Lucia-(Lucia era mi antigua pareja)

-Si claro, te dije que iría-

-pensé que no regresarías con Lucia- Diego intervino

-Ayer me di cuenta de que la quiero mucho. Todo gracias a ti Milagros, gracias por hacerme ver con claridad.

-No tienes que agradecerme, sabes que estoy siempre para ayudarte.

El rostro de Diego permanecía con una expresión de cierta incredulidad, Milagros le hecho los brazos al cuello y le dijo:

-Deja de pensar tonterías y, más bien, bésame-

Le ofreció su boca, Diego correspondió, se besaron largamente, y él respondió a sus besos con alegría. Esa imagen me hizo sentir un gran desasosiego, el malestar se instauro en mis entrañas revolviéndome el estomago, quería desaparecer, simplemente desvanecerme como los suspiros de la niña en la noche pasada.

Buscaba la oportunidad de hablar con ella, a la primera oportunidad que tuve de verla sola, la tomé de la mano con cierta dureza y la lleve a un lugar donde pudiéramos conversar a solas.

-Te quiero, maldita sea, te quiero, te amo- le imploré, en el oído- Deja a Diego, niña, te juro que seremos muy felices.

-Tu serás feliz, yo no niño-

-Solo estabas jugando conmigo-le respondí en el acto- quieres a Diego verdad.

-No, niño en realidad yo nunca he querido a nadie.

Esas palabras fueron una sentencia para mi, no había nada más que decir se alejo al igual de como la vi llegar.

En mi cuarto, me tendí sobre la cama, vestido. Me sentía desolado, dolido, la soledad de mi habitación, que alguna vez fue mi compañera hoy se hacia lacerante. Contemplaba el gran ventanal de mi habitación, divisaba el cielo oscureciendo, esta vez más oscuro que otras noches. Estaba a punto de conciliar el sueño cuando siento el sonido de un auto detenerse afuera de mi casa. Era Milagros, el pesar de la noche se disipo casi al instante.

-No te equivoques, Santiaguito. No creas que he venido porque me muero por ti. Ningún hombre me importa mucho y tú no eres la excepción.

-Lo sé


Empecé a desnudar a Milagros, vi y toqué su piel suavecita, y olí su aroma, sentía deseo, emoción, ternura, mientras besaba sus empeines, sus axilas fragantes, los insinuados huesecillos de la columna en su espalda y sus nalgas paraditas, delicadas al tacto como el terciopelo. La estreché por la cintura, la traje hacia mí, tomé sus dos manos con las mías y las apreté con fuerza.

Se quejó, retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: “Me aplastas”.

Con mi boca pegada a la suya, le dije:

-Estoy seguro que aunque sea una vez en tu vida, me dirás que me amas.

Pensé, que movería cielo y tierra para hacer que me ame. Porque, para qué negarlo, la amaba cada día más. Y la amaría siempre, aunque ella estuviese con mil Diegos, porque ella era la mujercita más delicada y más bella de la creación: mi reina, mi princesita, mi torturadora, mi mentirosita y sobre todo mi único gran amor.