viernes, 28 de diciembre de 2007

Verano Traidor( II parte)


Insoportable, trataba de sacar de mi mente esos deseos de tenerla cerca, de verla, y lo peor de todo es que era inevitable, ahora se hacia más frecuente su recuerdo, ya que pasaba por Diego al terminar las clases. Reprochaba mi conducta constantemente, no era civilizada, y mucho menos teniendo en cuenta que era la enamorada de mi mejor amigo, estaba perdiendo el control mi mente y por consiguiente el control de mi alma.



Me perturbaba demasiado con su fachita de modelo, sus ojos claros y pícaros y una boquita de labios pequeños y finísimos, Milagros era la coquetería hecha mujer. Y sé que ella sentía algo por mí. Lo sabía porque me hablaba sin dejar de sonreír, moviendo en cada palabra sus labios con una coquetería que, seguramente, no olvidare jamás. Contemplaba esos labios marcados y sensuales, arrullado por la armoniosa música de su voz, en todos esos momentos sentía unos enormes deseos de besarla. Sentía que se me aceleraba el corazón cada vez que habría la boca.



Era un hecho. Yo de Milagros me enamoré como un becerro, de la forma más romántica de enamorarse. Una noche como muchas otras, en las que salíamos en parejas, yo acompañado de una amiga, de apariencia y trato agradable, disfrutamos de una cena. Los platos estaban bien presentados llenos de verduras y carnes que probaba, solo para cumplir. En cambio, bebía junto a Diego un cálido y almibarado vino, Milagros se agregó al brindis y juntos disfrutamos de la bebida. Me sentí mareado, antes de que terminara la cena, al igual que los demás. Estuvimos aproximadamente media hora más libando ese cálido licor, a esa hora iniciaba una especie de número artístico, bajaron la intensidad de las luces-la mesa quedaba iluminada por unos focos centrales en diferentes puntos del salón-, cuando sentí el pie de Milagros sobre el mío. Estaba muy linda en esa media oscuridad, ligeramente abochornada por el alcohol, sus hombros redondos y su cuello erguido, sus ojitos color miel llenos de brillo. Se había descalzado para hacerme sentir la planta de su pie, que estuvo casi todo el espectáculo sobre el mío, moviéndose por momentos para frotarme el tobillo, y hacerme sentir que estaba allí, sabiendo lo que hacía, desafiando a su enamorado y a mi mejor amigo.



Nos retiramos del lugar faltando quince minutos para la media noche, Diego sintió los estragos del líquido dulzón, se paraba desequilibrándose, yo aún tenía cierta sobriedad ya que era el que conducía el vehículo, Milagros y yo asentimos en dejarlo primero en su hogar por la distancia y sobre todo por su estado. Luego de dejarlo en su hogar me disponía a dejar a Milagros en su casa, cuando repentinamente me dijo que detuviera el auto y así lo hice.



Era una noche de tenue oscuridad. La luna se había apoderado de la noche iluminando todo con sus escasos rayos de luz. El vasto firmamento dejo ver todas sus estrellas, la lobreguez del cielo era la suficiente para opacar las luces nocturnas del mundo civilizado. La calle estaba vacía, hacía mucho frió. No hacía falta más, solo una mirada para dejarme arrastrar por ese huracán, la besé con esa pasión desbordante y fui feliz. Ella estaba en el asiento trasero, me pasé a la parte posterior del auto, resistiendo el vértigo. Desnudé su busto con todas las precauciones del mundo, estudiando, como objetos preciosos y únicos, las prendas que llevaba encima, besando con unción cada centímetro de piel que aparecía a mi vista, aspirando el aura suave, ligeramente perfumada, que brotaba de su cuerpo. Le besé los menudos pechos, largamente loco de dicha.



Mientras la abrazaba y la acariciaba y la besaba en el cuello, en los hombros, en las orejas, le decía cuanto la quería, cuanto la amaba y lo desafortunado que era al no poder tenerla a mi lado. Ella respondía a mis caricias, me besaba y mordisqueaba por todo el cuerpo, seguramente, a la luz del alba mi cuerpo tendría las marcas del ardor que vivimos en esa diáfana oscuridad. Poco a poco la ventana frontal del auto fue perdiendo lucidez-las demás eran polarizadas- muy pronto nos vimos rodeados de ventanas empañadas de vapor, debido al calor de nuestros cuerpos. Me sentía tan feliz, pero a la vez miserable, esa noche termino entre besos desesperados y caricias furtivas.



A la mañana siguiente, asistí a clases normalmente, me había percatado que mi cuerpo era testigo de una noche de pasión, cuando me encontré con Diego no tenia cara para decirle lo sucedido, preguntó sobre las marcas en mi cuello, noto mi rostro afiebrado y me miro con extrañeza, ya que mi amiga se retiró en medio de la cena de anoche, al no poder responder, abrió los ojos asombrado por lo aparentemente obvio, cuando a lo lejos se acercaba mi huracán que llevaba por nombre Milagros.



domingo, 2 de diciembre de 2007

Verano Traidor( I parte)


Es otra mañana de verano, la cabeza me late por el sofocante calor, voy a la universidad aún pensando en la comodidad de mi cama, siempre he creído que perder un verano es lo peor que le puede pasar a cualquiera y peor teniendo en cuenta que lo único que no tenemos es tiempo y sobre todo, veranos de relajo. El único lugar donde me puedo refugiar del calor abrasador es la biblioteca, a la que afortunadamente, asisto con frecuencia. Ya ubicado en uno de los ambientes de ese pequeño espacio destinado a la lectura, sustraigo de mi maletín el libro que me regalo mi más querido amigo, a la par de mi lectura, voy subrayando frases que considero importantes, cuando siento el eco de unas pisadas que me distraen de las líneas a las que prestaba especial atención, las pisadas se hacen más sonoras acercándose con una firme determinación hacia donde me encuentro, estas se detuvieron en frente mió, sentí un ligero aroma a alcohol, cerré la tapa del libro y levanté la mirada resignado a lo que se aproxima. Un puñetazo certero que, de haberlo recibido directamente quizá me hubiese volado la dentadura, quede sentado en el suelo, incapaz de levantarme y seguramente con una herida sangrante en el labio inferior, que contuve con mi mano.

-Párate, pendejo huevón. Ahora vas a conocer el dolor de verdad. ¡Párate!

Me mantuve en el suelo, en absoluto silencio. Cuando todos las personas que rondaban el lugar se percataron de la riña, Diego tuvo el buen gusto de retirarse, seguramente esperaba que lo siguiera y así lo hice. Lo seguí al cuarto piso de la facultad, no había nadie. Arrojó al suelo las últimas líneas que había escrito, se las había entregado hace un par de días.

-¿Hace cuanto huevón de mierda?-

-Un par de semanas aproximadamente- dije mirándolo cabizbajo, abatido por la culpabilidad.

- ¡La puta madre!- me aparto de un empujón y con los ojos llorosos me dijo- sabes que te quería como a un hermano.


Se dejo caer apoyado en la pared hasta quedar sentado en el suelo. Bajó la cabeza y lloraba en silencio, su mirada reposaba un punto fijo en el suelo. No me pude contener, llore junto a él en silencio y sentí que había apuñalado a mi hermano.

Diego es tres años mayor que yo, esta finalizando sus estudios en la facultad a la que tambien asisto, es delgado y alto, con una sonrisa apacible. A la vez es un gran conversador, puede discutir, con gran solvencia intelectual, temas políticos, es capaz de enfrascarse en apasionantes diálogos sobre literatura, cine o arte. Hay en su manera de ser algo que contagia su entusiasmo, su idealismo y sobre todo, un sentido acerado sobre la amistad, que hoy, seguramente, habré envilecido.

Nos conocimos en la universidad, era de esperar que acabáramos siendo grandes amigos ya que sentimos la misma pasión por la letras. Comparándome con él, soy bastante cándido, aunque no por eso menos avispado. Siempre nos encontrábamos en la biblioteca, que fue testigo de las arduas y delirantes conversaciones y que hoy presenció fatídicamente el fin de nuestra amistad.


Los dos estamos en la edad en que noche es sinónimo de perdición, con frecuencia salíamos a la caída del sol, y ambos padecemos el síndrome de las cinco de la mañana: no acostarse antes del amanecer; no beber sin emborracharse; no fumar hasta acabar la segunda cajetilla.



Fue hace más de dos meses cuando celebrábamos el cumpleaños número veintitrés de Diego; yo me encontraba en otro ambiente de su casa, distraído con unos compañeros cuando de forma desprovista me tocó el hombro para presentarme a una mujer, era de estatura baja, muy delgada, de miembros bien proporcionados, con una cintura tan estrecha que, hubiera podido ceñirla con mis manos, un rostro suave y fresco de reminiscencias orientales, de nariz pequeña y afilada, Diego la tomaba de la mano y fue ahí cuando presagié, a través de esos ojitos color miel constelados de chispas burlonas, el fin de mi diáfana amistad arrasado por el huracán de pasión llamado Milagros.